En el centro de Culiacán, en una zona concurrida por peatones y automóviles, se oculta una cocina de fentanilo capaz de procesar hasta 200 mil dosis. Este laboratorio clandestino es operado por un joven de 26 años que, a pesar de haber estudiado odontología, ha dedicado la última década a trabajar para el Cártel de Sinaloa como «cocinero».
El joven ha amasado una fortuna considerable, adquiriendo propiedades, vehículos de lujo, e incluso un helicóptero y un avión pequeño para su equipo. Sin embargo, el riesgo es constante: en las últimas semanas, las redadas militares y ataques de grupos rivales han obligado al cártel a mover sus laboratorios frecuentemente. A pesar de ello, el cocinero duda que estas medidas, ni siquiera la presión de Estados Unidos, logren frenar el narcotráfico, el cual describe como la «principal economía» de la región.
El laboratorio fue inspeccionado por periodistas de The New York Times, quienes presenciaron el peligroso proceso de fabricación del fentanilo. Vestidos con trajes de protección, observaron cómo los cocineros mezclaban químicos tóxicos sin mayores medidas de seguridad, confiando en su «tolerancia» desarrollada con el tiempo. Aunque ellos lo ven como un trabajo habitual, el riesgo mortal es evidente: una sola inhalación podría resultar fatal para alguien sin experiencia.
Mientras el cocinero principal continuaba con su trabajo, una alerta interrumpió la operación. Un vigía advirtió sobre la cercanía de una patrulla del Ejército, lo que obligó al equipo a apagar la estufa y abandonar el lugar de inmediato. Este tipo de interrupciones son comunes para los cárteles, que enfrentan redadas constantes en su lucha por mantenerse operativos.
A pesar de los intentos gubernamentales por desmantelar este tipo de laboratorios, como la incautación histórica de 20 millones de dosis en meses recientes, el negocio del fentanilo sigue creciendo. Según el cocinero, la demanda en Estados Unidos es la verdadera fuerza detrás de esta lucrativa y peligrosa industria.
Con información de Reforma
bvp